miércoles, 21 de mayo de 2014

Epilogo ♥ ♥ ♥

Joder, ¿cuánto tiempo voy a tener que aguantar que la gente invada mi casa y acapare a mi mujer y a
mis hijos? Demasiado, parece ser. Horas, probablemente. Debería quitarles los regalos de las manos,
lanzarles un trozo de tarta y cerrarles la puerta en las narices. Sonrío para mis adentros al imaginarme
la cara de Alejandra si llegara a hacer eso. Esto va a ser horrible, y para colmo de males, este año
vendrán también los compañeros del colegio. Y sus madres..., un montón de mujeres que le han
tomado a Paula la palabra de que podían quedarse si querían. Y es evidente que quieren.
Bajo por la escalera de nuestra encantadora y pequeña Mansión mientras me abrocho los botones
de la camisa y me mordisqueo el labio pensando en cualquier excusa para librarme de esto. No se me
ocurre ninguna. Nuestros hijos cumplen cinco años hoy, y ni siquiera las increíbles tácticas de
negociación de papá los convencerán de que celebrar una fiesta es una mala idea, no ahora que
empiezan a pensar por sí mismos. Lo he intentado con ganas durante los últimos cuatro años y he
fracasado estrepitosamente, pero sólo porque mi preciosa esposa intervino por ellos. No obstante, sé
que este año, si consigo reunirlos a solas, podría sobornarlos con algo. Tal vez con ir a esquiar.
Cuando llego al pie de la escalera, me miro un momento al espejo y sonrío. Cada día estoy más
guapo. Y ella sigue sin poder resistirse a mis encantos. Joder, la vida es maravillosa.
—¡Papi!
Me vuelvo y mis fuertes músculos se derriten al ver a mi pequeño bajar la escalera corriendo, con
el pelo rubio enmarañado alrededor de su preciosa carita.
—Hombre, cumpleañero. —Sus ojos verdes brillan mientras se abalanza contra mí y repta por mi
cuerpo.
—Adivina qué —me dice con los ojos abiertos de emoción.
—¿Qué? —No estoy fingiendo interés. Tengo auténtica curiosidad.
—La abu Ale ha dicho que podemos dormir en su casa esta noche. ¡Nos va a llevar al zoo
mañana!
Intento ocultar el enfado e igualar su estado de emoción.
—La abu Ale vive demasiado lejos, y a papá le gusta llevarte él mismo al zoo —digo
colocándomelo sobre los hombros y volviéndome hacia el espejo de nuevo—. ¿Has visto qué guapos
somos?
—Lo sé —responde como si nada, y me hace sonreír—. La abu y el abu viven a diez minutos. Lo
he contado con el teléfono de mamá.
Me recuerda rápidamente que mi querida suegra vive, efectivamente, a diez minutos de distancia.
La belleza de Newquay no fue capaz de mantener a Alejandra y a Miguel lejos de sus nietos, o de mis
hijos, mejor dicho.
—Oye, he pensado —digo empleando una táctica de distracción—, que podríamos ir a esquiar
otra vez. —Hablo con un entusiasmo exagerado con la esperanza de que caiga en mi trampa.
—Si ya vamos a ir. —Apoya las manitas en mi frente y me cubre el ceño que acabo de fruncir.
—¿Ah, sí?
—Sí, nos lo dijo mamá, y también dijo que no te hiciéramos caso si intentabas convencernos para
no celebrar la fiesta.
Dejo caer los hombros, rendido, y me apunto mentalmente echarle un polvo de represalia a mi
pequeña seductora intrigante.
—Mamá necesita el dinero de papá para hacer eso —digo sin ninguna vergüenza.
—¿Por qué no quieres que hagamos la fiesta, papi? —Su pequeña frente se arruga imitando la
mía, haciéndome sentir al instante como una auténtica mierda.
—Claro que quiero, hombre. Es que no me gusta compartiros —admito.
—Tú también puedes jugar. —Se agacha y me besa en la mejilla—. Mamá se va a poner
contenta.
—¿Y eso por qué? —Sé que estará satisfecha: ha frustrado mi plan. Eso se merece dos polvos de
represalia: uno por haberlo hecho, y otro por alegrarse de ello.
—Porque no te has afeitado. —Me pasa la palma arriba y abajo varias veces y yo le sonrío
mientras nos dirigimos a la cocina.
Me detengo en el marco de la puerta y me paso unos instantes deleitándome observando cómo mi
ángel bate frenéticamente una fuente con alguna mierda marrón dentro. La perfecta curva de su culo
me deja cautivado. Joder, es preciosa. Mi pequeño no me presiona para que continúe. Espera
felizmente sobre mis hombros, aguardando a que su hechizado padre vuelva a la realidad. Está
acostumbrado a verme soñar despierto, especialmente si su madre está presente. No sé qué he hecho
para merecer a esta mujer y a estos niños tan maravillosos, pero no cuestionaré a los dioses del
destino.
—¡Mierda! —exclama ella cuando un gotarrón de chocolate sale disparado y aterriza sobre su
mejilla aceitunada.
—¡Mamá, esa boca!
Mi mujer se da la vuelta, armada con una cuchara de madera cubierta de chocolate, y mira mi
rostro sonriente con el ceño fruncido antes de desviar sus enormes ojos castaños hacia nuestro hijo.
—Lo siento, Jacob.
Sonrío más todavía, y ella frunce aún más el ceño. Soy un presuntuoso, ya se lo recompensaré
después. No puede actuar como la seductora desafiante que es con nuestros hijos delante, y me
encanta.
—¿Qué estás preparando, nena? —pregunto mientras levanto a Jacob de mis hombros y lo siento
sobre un taburete. Le paso mi teléfono móvil para que juegue un poco y me acerco a la nevera para
sacar un tarro de Sun-Pat.
—Tartaletas de mantequilla de cacahuete con chocolate.
Se la ve agobiada, pero no le ofrezco mi ayuda. Sabe que se me da fatal cocinar y sólo la
estresaría más. El año que viene me adelantaré con lo del esquí.
Me coloco detrás de ella, me asomo para ver el contenido de la fuente y pienso que será mejor
que siga ciñéndome a mis tarros. Pobrecilla, lo ha intentado millones de veces, pero jamás conseguirá
que le salgan las tartaletas de mantequilla de cacahuete como a mi madre.
—¿Cuántos tarros de mi mantequilla de cacahuete has desperdiciado con eso? —pregunto
pegándome a su espalda sin perder la oportunidad de sentir su cuello con mis labios. Huele demasiado
bien.
—Dos. —Deja la fuente a un lado—. Quiero que vuelva Cathy.
Me echo a reír, le doy la vuelta y la siento sobre la encimera mientras sacude la cuchara de
madera frente a mi cara. Me estoy poniendo duro, joder. No puedo evitarlo. Me inclino, observo cómo
me mira y le lamo la mejilla para limpiársela.
—No empieces algo que no puedas terminar, Alfonso —me susurra con una voz grave y seductora.
Ahora la tengo como una piedra.
«¡Joder!»
Ella me aparta sonriendo maliciosamente.
—Tengo que terminar. Los invitados empezarán a llegar en seguida. —Se pone petulante de
nuevo y se gana un tercer polvo de represalia. Sabe perfectamente lo que se hace. Sabe que no habrá
cuenta atrás ni placajes con los niños delante.
O con el niño.
—¿Y Maddie? —Me acomodo de manera discreta el paquete antes de volverme hacia mi
pequeño, ajeno a lo que sucede a su alrededor. No es raro ver a papá queriendo a mamá, aunque he
tenido que trabajar mucho en mi autocontrol.
No levanta la vista del móvil, pero veo que en su pequeño rostro se forma un gesto de disgusto.
—Se está poniendo su vestido para la fiesta. Está lleno de volantes. Se lo compró la abu.
Pongo los ojos en blanco al saber que mi pequeña aparecerá vestida como si le hubiera estallado
encima un algodón de azúcar.
—¿Por qué piensa tu madre que mi hija tiene que ir vestida como si la hubiera atacado un pirulí
rosa? —Me siento junto a Jacob y pongo el tarro entre los dos para que se sirva. Y lo hace. Hunde su
dedito regordete y saca un pegote bien grande. Se me hincha el pecho de orgullo y exhalo antes de
chuparme mi propio dedo. Después miro a Paula esperando una respuesta.
Tiene las cejas enarcadas y sacude la cabeza mirando a Jacob con una sonrisa cariñosa, aunque
después me mira a mí y deja de sonreír al instante. Pero ¿qué he hecho?
—No la chinches, Pedro.
—¡No lo haré! —Me echo a reír. Por supuesto que lo haré, y pienso disfrutar de cada momento
mientras lo haga.
—La abu dice que eres un peligro. —Mi hijo me mira con el dedo todavía metido en la boca—.
Dice que siempre lo has sido y que siempre lo serás, pero que ya lo ha aceptado —concluye, y encoge
sus pequeños hombros.
Empiezo a reírme a carcajadas y Paula se ríe conmigo. Sus ojos soñadores de color chocolate
brillan, y sus suculentos labios me ruegan que los posea. Entonces se quita el delantal y revela su
delgada, esbelta y menuda figura. Dejo de reírme. Empiezo a jadear y meto la mano debajo de la mesa
para controlar lo que empieza a despertarse de nuevo. Es una puta batalla constante.
—Me gusta tu vestido. —Recorro con la mirada de arriba abajo su vestido negro entallado
mientras planeo cómo voy a quitárselo después. Puede que me porte bien y deje que lo lleve otra vez,
está fantástica con él puesto, pero sé que más tarde no estaré en disposición de tomarme mi tiempo.
—Te gustan todos los vestidos de mamá —suelta Jacob, cansado de oír siempre lo mismo y
obligándome a apartar la vista de ese cuerpo que me vuelve loco de deseo.
—Es verdad —admito, y le sacudo un poco la mata desaliñada de pelo rubio—. Hablando de
vestidos, voy a buscar a tu hermana.
—Vale —responde, y vuelve a centrar la atención en mi móvil y a hundir el dedo en el tarro.
Me levanto y voy en busca de Maddie. Subo los escalones de dos en dos e irrumpo en la
habitación infestada de rosa.
—¿Dónde está mi cumpleañera?
—¡Aquí! —chilla saliendo de su casita de juegos.
Casi me quedo sin respiración.
—¡No vas a llevar eso puesto, señorita!
—¡Sí que lo voy a llevar! —Sale corriendo por la habitación al ver que empiezo a andar hacia
ella.
—¡Maddie!
Pero ¿qué cojones? ¡Tiene cinco años! ¡Tan sólo cinco años y ya tengo que preocuparme de que
no lleve pantalones sexys y camisetas extracortas! ¿Qué coño ha sido de ese vestido de volantes?
—¡Mamá! —grita cuando la agarro del tobillo sobre la cama. Puede gritar todo lo que quiera. No
va a llevar eso puesto—. ¡Mamá!
—¡Maddie, ven aquí!
—¡No! —Me da una patada. La muy granuja me da una patada y sale corriendo del cuarto,
dejando a su padre patéticamente estresado tirado sobre su cama mullida y rosa. Me ha ganado una
niña de cinco años. Pero esa niña es la hija de mi preciosa esposa. Estoy jodido.
Me levanto y recobro la compostura antes de salir en su busca.
—¡No corras por la escalera, Maddie! —grito prácticamente abalanzándome tras ella. Veo cómo
su pequeño culito cubierto con un pantalón minúsculo desaparece por la puerta de la cocina buscando
el respaldo de su madre.
Me detengo al instante y observo cómo trepa por el cuerpo de Paula.
—¿Qué pasa? —pregunta mi mujer mirándome como si me hubiera vuelto loco. Puede que así
sea.
—¡Mírala! —Agito las manos en el aire señalando a mi pequeña como un poseso—. ¡Mírala!
Paula la deja en el suelo, se agacha, le coloca los rizos de chocolate por detrás de los hombros y
tira del dobladillo de su camiseta excesivamente corta. Puede tirar lo que le dé la gana. No va a seguir
sobre el cuerpo de mi pequeña.
—Maddie —Paula se pone en modo pacífico, algo que tal vez yo debería haber pensado antes de
soltar la palabra prohibida. A estas alturas ya debería haber aprendido: no hay que decirle a Maddie
que no. Es la regla número uno—, a papá le parece que tu camiseta es un poco corta.
—Sí —interrumpo por si no ha quedado claro—. Es demasiado corta.
Mi pequeña me mira con el ceño fruncido.
—Está siendo irracional.
Suelto un grito ahogado de estupefacción y acuso a Paula con la mirada. Al menos tiene la
decencia de parecer arrepentida.
—¿Has visto lo que has hecho?
—¡Papá tiene el mando! —suelta Jacob, impidiendo con su intervención que me anote un tanto.
Ahora es Paula la que resopla indignada.
—Alfonso, tienes que recordar que estas orejitas lo oyen todo.
Decido ser sensato y cerrar la puta boca. Mi mujer es incapaz de ocultar la exasperación, y no
espero que lo haga. Lo que espero es que retire eso que llaman camiseta del cuerpo de mi pequeña.
—¡Él no puede decidir lo que hay en mi armario! —espeta Maddie al tiempo que cruza sus
bracitos regordetes sobre su pecho en miniatura. Miro a mi seductora desafiante y veo que apenas
consigue ocultar su preciosa sonrisa burlona.
«¡Joder!» Me llevo las manos al pelo y me doy un tirón. Pronto no me quedará nada,
especialmente cuando es Paula quien me tira. Olvido momentáneamente mi enfado y sonrío, sintiendo
mentalmente cómo lo hace mientras yo me hundo en su precioso cuerpo. No obstante, no tardo en
volver a la realidad cuando mi pequeña señorita me atraviesa con sus ojos marrones cargados de
rencor.
Ava razona con ella y, finalmente, la agarra de los hombros y le da la vuelta hacia mí.
—Maddie está dispuesta a dialogar. —Mi esposa inclina la cabeza como diciéndome que acceda
a darle algún capricho.
Eso no me hace sentir mejor. Ya lo he hecho otras veces, y he acabado teniendo que llevarla a
hombros por el supermercado mientras ella gritaba por todas partes y me daba patadas sin cesar. Miro
a Paula con ojos suplicantes y haciendo pucheros como si fuera gilipollas, pero ella simplemente sacude
la cabeza y empuja con suavidad a mi pequeña y caprichosa señorita hacia mí.
Ahora me está sonriendo y estira los brazos para que la coja. Me derrite el puto corazón, pero,
joder, ¿qué coño me espera en los próximos años? Me quedaré calvo, o puede que me dé un ataque al
corazón. O podría acabar en la cárcel, porque como algún capullo adolescente le ponga las manos
encima le arrancaré el corazón. La levanto, salgo con ella y dejo que Paula ayude al relajado de mi hijo
a ponerse las Converse.
—Papá, tienes que tranquilizarte. Te va a dar un ataque al corazón. —Se acurruca en mi cuello y
recupero al instante mi amor absoluto por mi pequeña señorita desafiante. Aunque, gracias a esto, mi
mujer se ha ganado el cuarto polvo de represalia del día.
—Se dice «papi». Y tú tienes que dejar de escuchar a tu madre. —Subo rápidamente la escalera,
entro en su habitación y la lanzo sobre la cama. Me estalla el corazón de júbilo al oírla chillar de gozo
antes de empezar a saltar arriba y abajo con sus rizos de color chocolate volando a su alrededor—.
Vale. —Me froto las manos en un intento de hacer que lo que estoy a punto de sugerir suene
emocionante. ¿Dónde estarán sus vaqueros y sus jerséis? Abro las puertas rosa de su armario, rebusco
entre las perchas y escojo algo lleno de volantes. Lo saco y le muestro la espantosa prenda. Ella pone
la misma cara de asco que yo—. La abu tiene que dejar de comprarte vestidos.
—Lo sé. —Se sienta y cruza las piernas—. ¿Vas a aplastarla hoy, papá?
—Papi —la corrijo metiendo el vestido en el estante superior para perderlo de vista—. Puede.
—Es divertido —dice entre risitas.
—Lo sé. —A continuación saco un precioso vestido de marinerita. No tiene mangas, pero le
buscaré una rebeca—. ¿Qué te parece éste?
—No, papá.
—Papi. ¿Y éste? —Le enseño una especie de prenda de tela de brocado hasta los tobillos de color
limón, pero ella niega desafiante—. Maddie —suspiro—, no vas a ponerte eso.
«Señor, dame fuerzas antes de que le retuerza su testaruda cabecita.»
—Me pondré unos leotardos. —Salta de la cama y abre su cajonera rosa—. Éstos —dice
sosteniendo una prenda de rayas horizontales.
Inclino la cabeza y asiento ligeramente. Me parece aceptable.
—¿Y qué hay de la camiseta?
Ella mira hacia abajo y se acaricia la barriguita.
—Me gusta ésta.
—¿Y si compramos una de una talla más grande? —Estoy dialogando con ella. Saco una
camiseta verde menta de manga repleta de corazones y se la muestro, todo sonriente—. Ésta me
encanta. Venga, haz feliz a papi. —Le pongo morritos como un idiota desesperado y sé que su mente
de cinco años también piensa que soy idiota.
—Está bien —suspira pesadamente. Esto es ridículo. Ahora es ella la que me está dando el gusto
a mí.
—Buena chica. —La dejo sobre la cama—. Arriba. —Ella levanta los brazos en el aire y permite
que le saque la media camiseta que le cubre el torso antes de sustituirla por la verde que tanto me
gusta. Después le quito los shorts, cubro sus piernas con los preciosos leotardos de rayas y le pongo de
nuevo los minúsculos vaqueros—. Perfecta. —Retrocedo y asiento con aprobación. Luego saco sus
Converse altas plateadas del armario—. ¿Éstas? —No sé para qué pregunto, se niega a llevar otra
cosa.
—Sí. —Se deja caer sobre su precioso culito y levanta los pies para que se las ponga—. Papi...
Me tenso de los pies a la cabeza al oírla llamarme como le pido constantemente que me llame.
Quiere algo.
—¿Maddie? —respondo lenta y cautelosamente.
—Quiero tener una hermanita.
Casi me caigo de culo de la risa. ¿Otra niña? Y una mierda. Tendrían que drogarme e
inmovilizarme para extraer mi simiente. Ni hablar, de ninguna manera, jamás, en absoluto.
—¿Qué tiene tanta gracia? —pregunta, confundida.
—Mami y yo estamos contentos de teneros sólo a vosotros dos —la tranquilizo poniéndole
rápidamente la otra zapatilla y ansioso por huir de esta habitación y de esta conversación.
—Mami dice que quiere tener otro bebé —me informa, y mis ojos perplejos ascienden al instante
hasta los suyos, marrones y serios.
¿Paula quiere tener otro hijo? Si odió el embarazo. A mí me encantaba, pero ella lo odiaba. Me
gustó todo al respecto, excepto el parto. Se vengó bien a gusto durante esas veinticuatro horas
infernales. Me clavó las uñas, me chilló y me amenazó con divorciarse de mí en numerosas ocasiones.
Y no paraba de decir tacos. Pero lo que más me mortificaba era verla sufrir tanto y no poder hacer
nada por aliviarla. Jamás he pensado en hacerla pasar por aquello otra vez.
—Con vosotros dos tenemos suficiente —afirmo bajándola de la cama y dejándola en el suelo
sobre sus pies plateados.
—Lo sé. —Se larga corriendo y riéndose—. ¡Mamá dijo que se te saldrían los ojos de las órbitas,
y así ha sido!
Me echo a reír, pero no porque sea gracioso, que no lo es, sino porque me siento tremendamente
aliviado. No me negaría si Paula quisiera tener otro hijo, no después de cómo me las ingenié de manera
sucia para fabricar estas dos copias de nosotros mismos. Sonrío, y es una sonrisa amplia, la que
reservo sólo para mis pequeños. Me alegro tanto de haber escondido aquellas píldoras.
Realmente se me está haciendo la tarde más larga de toda mi puta vida, con decenas de críos
revoloteando y gritando y con sus madres fingiendo estar vigilándolos, cuando lo que hacen en
realidad esa pandilla de amas de casa aburridas y desesperadas es vigilarme a mí. Tal vez debería
hacerme consejero particular e invertir un poco de tiempo en asesorar a los maridos de estas mujeres
sobre cómo complacerlas y en darles lecciones sobre los distintos tipos de polvos. Asiento para mí
mismo sumido en mis pensamientos cuando veo aparecer a mi madre. Nada más verle la cara ya sé
que va a sermonearme.
—Hijo, no bebas mucho —dice mirando la botella de Bud que tengo en la mano, y de repente me
entran ganas de darle un trago.
Me acerco a ella y estrecho su cuerpo ansioso contra el mío.
—Madre, no te preocupes tanto. —La guío hacia el entarimado, donde están sentados mi padre,
Luciana y el doctor David, charlando alegremente. Mis padres también fueron incapaces de mantenerse
alejados de mis hijos.
—Yo sólo... —tartamudea posando su mano arrugada sobre mi estómago y acariciándomelo
suavemente—. Sólo me preocupo por ti, eso es todo.
Sé que lo hace, pero no es necesario. Puedo tomarme unas cuantas cervezas, como el resto de
ellos, y puedo hacerlo en un ambiente relajado con mi familia. Aunque es cierto que sigo sin tocar el
vodka.—
Ya, pero ya te he dicho que no lo hagas, así que quiero que dejes de hacerlo. Y punto. —La
insto a sentarse al lado de mi padre—. ¿Quieres una cerveza, papá?
Él me mira sonriendo.
—No, hijo. Le he prometido a Jacob que daría unos cuantos botes en esa cosa hinchable. —
Señala en dirección al césped y yo me vuelvo y veo a decenas de niños saltando y gritando sobre el
castillo hinchable.
—¡Buena suerte!
David se ríe y apoya las manos en el vientre prominente de su esposa embarazada. Yo sonrío con
cariño y veo cómo mi padre se dirige lentamente hacia Jacob, que no para de pedirle a su abuelo que
se acerque agitando la mano frenéticamente. Y entonces veo a Alejandra arrodillada delante de
Maddie, recogiéndole los rizos en unos putos moños.
—¡Déjala en paz, mamá! —grito desde el otro lado del jardín, con lo que me gano una mirada
asesina de Alejandra y una risita de mi pequeña señorita.
—¡Aplástala, papi! —chilla Maddie apartándose de un manotazo la mano del pelo y corriendo
para reclamar su casa del árbol.
Sonrío con picardía al ver cómo se levanta la sufridora madre de Paula. No puedo evitarlo. Me
mira amenazadoramente, lo que no hace sino ampliar mi sonrisa. Nada me proporciona más placer que
sacarla de quicio, pero ella no se queda corta devolviéndome la pelota, así que no voy a sentirme
culpable. Simplemente seguiré disfrutando de ello.
—¡¿Por qué ha tenido que salir a ti tu hija?! —me grita.
Estoy a punto de escupir la cerveza.
—¿A mí?
—¡Sí, a ti! ¡Desafiante!
Suelto una risotada. Debe de estar de broma.
—Me temo que mi pequeña señorita es una copia exacta de tu querida hija. ¡Igual de rebelde!
Ella resopla y empieza a farfullar, se alisa la blusa y se marcha hacia la cocina para ayudar a Paula.
¿Desafiante? Esa mujer no tiene ni idea de qué está hablando.
Dejo a mi madre con Luciana y David y me acerco a nuestros amigos, que, como era de esperar,
se han instalado cerca del bar.
—¡Eh, tío! —Sam me da unos golpecitos en la espalda y John asiente mientras me agacho para
que Kate pueda darme un beso en la mejilla.
—¿Qué tal estáis? —pregunto, y me dejo caer sobre una de las sillas—. ¿Dónde está Drew?
Kate se echa a reír y señala el castillo hinchable, donde Drew se ha colado entre todos los niños
para buscar a su hija.
—Se está asegurando de que Georgia regresa con su madre sin cortes ni moratones.
—Y hablando de niños... —digo señalando con la botella a Kate y a Sam, incapaz de mantener la
seriedad cuando el cuerpo de John empieza a sacudirse y toda la casa empieza a vibrar con su risa
profunda y atronadora.
—Pedro —responde ella, cansada de que siempre le haga la misma pregunta—. Ya te lo he dicho:
este cuerpo no alberga ningún instinto maternal.
—Pues te apañas muy bien con mis hijos —señalo. Ellos la adoran.
—Sí, y eso es porque puedo traeros de vuelta a esas adorables criaturas cuando ya me he hartado
de ellas. —Sonríe ampliamente y yo le devuelvo la sonrisa levantando mi botella para que brinde
conmigo.
—Voy a buscar a mi mujer —digo. Me levanto y me dispongo a buscarla para ponerla al tanto de
lo que pienso hacerle exactamente cuando esto acabe.
¿Dónde está?
La encuentro en la cocina, con Cathy, que ha traído algunas cosas preparadas de comer.
—¡Aquí está mi chico! —exclama mi vieja asistenta. Se acerca para darme un beso y después
sale de la cocina con una bandeja llena de pequeños sándwiches sin corteza—. Le diré a Clive que
reúna a los niños. ¡Hace un día estupendo!
Cuando la veo salir, me vuelvo lentamente hasta que mis ojos encuentran lo que están buscando.
Ella me observa detenidamente, con la mirada ardiente. Nunca se cansará de mí.
—Te echaba de menos. —Me acerco y dejo la botella sobre el banco al pasar. Deja caer el trapo
que tiene entre las manos y se apoya hacia atrás sobre la encimera, incitándome como la pequeña
seductora que es.
No me ando con tonterías. La agarro, la empotro contra la pared y me abalanzo sobre la dulce piel
de su cuello.
—Pedro, no —exhala arqueándose contra mi pecho.
—Después voy a arrancarte este vestido y voy a follarte hasta el año que viene.
Ella gime, levanta la rodilla descubierta y la frota suavemente sobre mi polla tiesa. Control,
control, control. ¡Puto control!
—Hecho —accede, aunque es consciente de que no tiene elección. Cuando sea y donde sea, lo
sabe perfectamente. Menos ahora.
Gruño frustrado y aparto el cuerpo del suyo.
—Joder, te quiero.
—Lo sé. —Sonríe, pero la sonrisa no hace que sus ojos brillen como de costumbre.
—¿Qué pasa, nena? —Me agacho hasta que mi rostro está a la altura del suyo—. Dímelo.
Ella suspira y me mira con ojos nerviosos.
—Me gustaría que Dan estuviera aquí.
Si no pongo los ojos en blanco ni gruño de frustración es por todo el amor que siento por esta
mujer. Ese tipo me saca de quicio, no puedo evitarlo.
—Oye, sabes que está bien —le recuerdo.
Joder, el muy capullo me ha costado casi medio millón de libras desde que le conozco, aunque
eso no se lo voy a decir a Paula. Sabe lo del primer rescate, pero no sabe nada de los dos siguientes. No
haría más que preocuparla. Su hermano es incapaz de apartarse de los problemas.
—Le resulta demasiado duro, por Kate y Sam, ya sabes —le digo, puesto que sé que eso la
sosegará.
—Lo sé —asiente—. Soy una estúpida.
—No, no lo eres. Bésame, mujer. —Tengo que distraerla. No necesito decírselo dos veces. Se
abalanza sobre mí inmediatamente, gimiendo en mi boca y tirándome del pelo. Siempre funciona—.
Eres deliciosa. —Empiezo a gruñir. Joder, voy a perder la cabeza. Le muerdo el labio y pego las
caderas contra las curvas de su cuerpo perfecto—. Voy a deshacerme de ellos —declaro—. Putos
usurpadores.
Ella sonríe con esa sonrisa tan maravillosa que tiene y me pongo más duro todavía.
—Sé un poco razonable —dice riendo—. Es el día de tus hijos.
—No tiene nada de irracional quereros a ti y a mis hijos para mí solo. —Intento concentrarme en
apaciguar mi ferviente erección, pero, joder, con mi cuerpo pegado al suyo y con esos ojos
suplicándome que la posea es imposible—. No puedo mirarte —mascullo. Me aparto y salgo de la
cocina rápidamente antes de que la tumbe sobre la encimera.
Estoy a punto de dar la fiesta por terminada.
Echo prácticamente a las últimas personas de casa, que resultan ser los padres de Paula. Los niños
se quedan a dormir en su casa esta noche, así que intento ser más o menos amable. Me inclino sobre
los asientos traseros del coche de Miguel y mi corazón late de felicidad al oír a mis hijos reír cuando
hago turnos para asfixiarlos a besos.
—Portaos mal con la abu. —Les guiño un ojo y recibo otra risita colectiva y una mirada asesina
por parte de Alejandra.
Cierro la puerta, vuelvo corriendo a casa y me pongo en modo depredador.
—¡¿Paula?! —grito asomando la cabeza por la puerta de la cocina—. ¡¿Paula?!
—¡Tienes que buscarme! —responde riendo, pero no sé de qué dirección procede su voz
aterciopelada.
Maldita sea, no es momento para jueguecitos.
—Paula, me voy a poner furioso —le advierto. ¿Dónde coño está?—. ¿Paula?
No dice nada. Se va a enterar en cuanto ponga mis manos sobre ese cuerpo.
—¡Joder! —grito. Subo la escalera de cuatro en cuatro y entro en nuestro dormitorio—. ¿Paula?
Nada.
Me quedo en medio de la habitación planeando mi siguiente movimiento. No me lleva mucho
tiempo.
—Tres —digo tranquilamente y con total confianza. Tengo motivos para tenerla. Es incapaz de
resistirse a mí—. Dos. —Sigo en el mismo sitio, alerta a cualquier signo de movimiento. Nada—. Uno
—digo calmado, aunque mi polla se sacude salvajemente. Sé que está cerca.
—Cero, nena —susurra por detrás de mí. Su voz seductora dibuja una sonrisa en mis labios.
Me vuelvo y casi me da algo cuando veo lo que tengo delante de mí, vestida sólo con unas
pequeñas bragas de encaje. Joder, está cada día más guapa. A pesar de mi urgencia, me tomo mi
tiempo para admirarla en todo su esplendor. Mi mirada recorre sus pechos firmes y perfectamente
formados, su vientre tremendamente plano y sus fabulosas piernas. Mi miembro late al ver cómo hace
descender la prenda de encaje por sus muslos, y yo me tomo mi tiempo para desabrocharme la camisa
y quitarme los vaqueros. A ella no parece importarle. Sus enormes ojos castaños observan extasiados
mi cuerpo definido. Nada ha cambiado.
—¿Te gusta lo que ves? —Mi voz es grave y seductora, aunque esta mujer no necesita
seducciones en lo que a mí respecta.
Entreabre la boca y se pasa la lengua por el labio inferior. Me quedo rígido. En todas partes.
—Estoy acostumbrada —susurra desviando la mirada hacia mi pecho.
Me abalanzo sobre ella en un abrir y cerrar de ojos y mi boca ataca la suya con brutalidad. Ella no
me detiene. Nunca lo hará. Rodea mis caderas con las piernas y mi cuello con los brazos y es toda mía
de nuevo.
—¿Cuánto crees que vas a gritar cuando te folle? —pregunto, y la empotro contra la pared
respirándole en la cara.
—Yo diría que bastante —jadea. Me clava las uñas en la espalda, desliza las manos hasta mi pelo
y tira con fuerza.
Sonrío, retrocedo y me hundo en ella. Lanzo la cabeza hacia atrás con un alarido y ensordecido
por sus gritos.
Ya no le pido que abra los ojos. No necesito comprobar que es real. Sabré que lo es mientras mi
corazón siga latiendo.
Y punto.


                                   ♥♥♥♥FIN ♥♥♥♥

Y TERMINO....MUCHAS GRACIAS POR LEER Y POR TODOS SUS COMENTARIOS TAN LINDOS! ME ALEGRA DE QUE LES HAYA GUSTADO LA NOVE! GRACIAS! ♥♥♥


Capitulo 252 ♥

Estoy en el Paraíso.
Cuando a Pedro le dieron el alta una semana después de despertarse, dejamos el hospital, y yo lo
ayudé a hacerlo andando. Se negó a usar la silla de ruedas que le habían llevado a su habitación, cosa
que no me sorprendió en absoluto. Mi hombre fornido y corpulento se había pasado tres semanas
tumbado dependiendo del cuidado de los demás, así que no podía negarle la dignidad de salir
caminando de allí, aunque nos llevara una hora hacerlo. Volvimos al Lusso, donde Cathy no había
parado de arreglarlo todo como una mamá gallina, asegurándose de que los armarios de la cocina
estuviesen llenos de comida, de que la ropa estuviera limpia y todo el lugar impecable, como la noche
de la inauguración, antes de que nadie se mudara allí. Después le di unas cuantas semanas de
vacaciones. Necesitábamos un poco de intimidad en nuestra casa. Tenía que cuidar de Pedro.
Necesitaba cuidarlo para que volviera a ser el hombre que conozco y que amo.
La primera semana fue un desastre. Las constantes visitas inundaron el ático, incluidos los padres
de Pedro. La situación entre ellos sigue siendo rara y un poco incómoda, pero veo una luz en los ojos
de mi marido que no había visto antes. Es un brillo diferente al del deseo o al de la ira. Es un brillo de
paz.
La policía acudió en numerosas ocasiones durante la primera semana. Puede que fuera un poco
pronto, pero Pedro insistía en acabar cuanto antes con el asunto para poder retomar nuestra vida
normal. Patrick se pasó con mis colegas del trabajo para expresar sus más sinceras disculpas por
haberme puesto en una situación tan espantosa, pero él no sabía nada, y tampoco la pobre Sal.
Definitivamente había vuelto a ser la misma chica aburrida con falda de cuadros de siempre, pero
parecía estar bastante contenta. Mikael finalmente decidió no seguir adelante con la compra de
Rococo Union, y Patrick me ofreció recuperar mi puesto, pero lo rechacé amablemente y Pedro no
intentó convencerme de lo contrario. No puedo volver al trabajo, y lo cierto es que tampoco quiero
hacerlo.
Durante las tres semanas que siguieron a ésa, hubo contacto constante, como a él le gusta. Nos
bañamos todas las mañanas y nos pasamos horas charlando en la bañera. Yo le curaba la herida y él
me frotaba el vientre con Bio-Oil. Yo preparaba el desayuno y él nos daba de comer, ambos desnudos
todo el tiempo. Él leía el manual de embarazo en voz alta y yo lo escuchaba atentamente. Decidía
saltarse las partes que acabarían con sus ridículas preocupaciones y yo le quitaba el libro de las manos
y le leía esas partes en voz alta. Entonces me miraba mal y yo me reía. Él quería practicar mucho sexo
pero yo no quería hacerle daño, lo cual es irónico después de la batalla constante que hemos librado en
este aspecto de nuestra relación desde que me quedé embarazada. Ha sido duro. Mis hormonas siguen
disparadas.
Ahora, cuatro semanas después, estoy tumbada desnuda sobre la cama del dormitorio principal
del Paraíso con las piernas separadas, saboreando el séptimo cielo de Pedro.
—¿Estás cómoda?
Levanto la cabeza para ver dónde se encuentra mi señor y lo veo de pie en la puerta del cuarto de
baño, desnudo como a mí me gusta.
—No, porque tú no estás aquí conmigo. —Doy unas palmaditas en el colchón y él me regala una
sonrisa, mi sonrisa.
Sin embargo, no se tumba a mi lado. Me abre más las piernas, se coloca entre mis muslos para
apoyar la mejilla recién afeitada sobre mi vientre en crecimiento y me mira con esos gloriosos ojos
verdes.—
Buenos días, mi chica preciosa.
—Buenos días. —Enrosco los dedos en su pelo húmedo y me hundo más en la cama con un
suspiro de felicidad—. ¿Qué vamos a hacer hoy?
—Lo tengo todo planeado —dice besuqueándome la barriga—. Y harás lo que te diga.
—¿Tiene que ver con las cartas? —pregunto como si tal cosa, aunque esperanzada. Me aseguraré
de perder esta vez para que no haya necesidad de transferirle el poder después.
—No.
Qué decepción.
—¿Tiene que ver con un polvo adormilados al anochecer?
Siento que sonríe sobre la piel que está besando.
—Quizá después.
—Entonces haré lo que tú quieras —le digo, y cierro las piernas con fuerza al imaginar otra
magnífica sesión en la arena, deseando que el día pase rápido para que llegue ya el después.
—Tu día empieza ahora, señora Alfonso. —Me planta unos cuantos besos sonoros alrededor del
ombligo y se sienta a horcajadas sobre mí. Se inclina en dirección a la mesilla de noche y saca un
sobre—. Toma.
—¿Qué es esto? —pregunto, extrañada, cogiéndoselo de las manos a regañadientes. No me
gustan sus sorpresas.
—Tú ábrelo —insiste con impaciencia, y entonces se mordisquea el labio. Mis nervios aumentan
cuando veo que también empieza a darle vueltas al coco.
No estoy segura de querer abrirlo, pero mi curiosidad supera mi aprensión, así que lo abro
lentamente sin dejar de lanzarle miradas a Pedro. Saco poco a poco el trozo de papel, lo desdoblo y leo
la primera línea:
"Inmobiliaria Haskett and Sandler"

Eso no me dice nada. Sigo leyendo, pero no entiendo nada de todo ese lenguaje legal. No
obstante, sí entiendo las desorbitadas cantidades que siguen al símbolo de la libra hacia el centro de la
página.
¿Has comprado otra casa? —pregunto mirándolo por encima del papel. He dicho «casa», pero a
juzgar por la cifra, que ahora veo que tiene las palabras «Por la suma de» escritas delante, podría
tratarse de un palacio... o incluso un castillo.
—No. He vendido La Mansión. —El frenesí con el que se está mordiendo el labio empieza a
rozar los límites del canibalismo. Se muerde con ferocidad mientras evalúa mi reacción a esa frase.
—¿Qué? —Intento levantarme pensando que tal vez si me incorporo disminuya mi sorpresa, pero
no llego a averiguarlo porque Pedro me empuja de nuevo contra la cama.
—Que he vendido La Mansión. —Se tumba encima de mí y me agarra la cara entre sus enormes
manos.
Ya te he oído. ¿Por qué? —No lo entiendo. Ya sé que fui yo quien plantó la semilla, pero jamás
habría esperado que me hiciera caso.
Me sonríe y acerca los labios a los míos para tentarme. Estoy desesperada por saber qué ha
provocado esto, pero también estoy desesperada, como siempre, por sentir su mágica boca.
Dejo a un lado el documento y caigo directamente en el ritmo que él marca. Coloco las manos
sobre sus hombros y lo voy palpando hasta la mandíbula. Me está distrayendo, pero no se librará de
darme una explicación. La Mansión es lo único que conoce, aunque ya no haga uso de sus
instalaciones.
—Mmm, sabes divinamente, señorita. —Me muerde el labio inferior y tira de él arrastrándolo
ligeramente entre los dientes.
—¿Por qué? —insisto manteniéndolo pegado a mí y envolviendo sus estrechas caderas con mis
piernas. No dejaré que se vaya hasta que lo suelte.
Me mira pensativamente unos instantes hasta que exhala:
—¿Te acuerdas de cuando eras una niña? Me refiero a cuando estabas en primaria.
—Sí —respondo lentamente con una ceja enarcada y una mirada inquisitiva.
—Bien —suspira—, ¿qué cojones haría si los niños me pidieran que fuera al colegio en uno de
esos días de puertas abiertas que tienen?
—¿Días de puertas abiertas?
—Sí, esos días en que los padres tienen que ir y contarles a los compañeros de clase de sus hijos
que son bomberos o policías.
Aprieto los labios intentando con todas mis fuerzas no echarme a reír, puesto que es obvio que
está preocupado de verdad.
—¿Qué iba a decirles yo? —prosigue, muy serio.
—Les dirías que eres el señor de La Mansión del Sexo. —No debería haber dicho eso. Me estoy
riendo. Joder, amo a este hombre. Acerca la mano a mi hueso de la cadera, que está empezando a
desaparecer a marchas forzadas, y me río todavía más—. ¡Para!
—El sarcasmo no te pega, señorita.
—¡Para, por favor!
Me suelta y empiezo a recuperarme de mi ataque de histeria cuando veo su expresión de
preocupación. Esto le preocupa de verdad.
—Les dirías que regentas un hotel, lo mismo que les contaríamos a los niños. —No me puedo
creer que le esté proporcionando una salida. Es evidente que eso siempre ha sido un problema, pero
nunca le he insistido porque sé lo mucho que significa para él esa propiedad.
Se tumba boca arriba y yo me coloco rápidamente encima de él. Él me agarra de los muslos y me
mira.
—Ya no la quiero —asegura.
—Pero era la criatura de Carmichael. No la vendiste cuando tus padres te lo exigieron. ¿Por qué
ahora sí?
—Porque os tengo a vosotros tres.
—A nosotros tres nos tendrás de todos modos. —No tiene sentido lo que dice.
—Os quiero a vosotros tres, y no quiero que nadie complique las cosas. No quiero tener que
mentirles a nuestros hijos sobre mi trabajo. Y tampoco permitiría que acudiesen allí, lo que significa
que mi tiempo contigo y con los niños estaría limitado. Ese negocio es un obstáculo. No quiero
obstáculos. Tengo un pasado, nena, y La Mansión debe formar parte de él.
Siento un alivio indescriptible, y la sonrisa que invade mi rostro es prueba de ello.
—Entonces ¿te tendré para mí a todas horas todos los días?
Se encoge de hombros, avergonzado.
—Si me aceptas...
Me abalanzo sobre él y lo besuqueo por toda su maravillosa cara. No obstante, en seguida pienso
en algo y me incorporo de nuevo.
—¿Y qué hay de John y de Mario? ¿Y Sarah? ¿Qué será de ella? —No me importa nada el
destino de esa mujer, aunque la compadezco y no quiero que intente suicidarse otra vez. Sin embargo,
adoro a John y a Mario.
—Ya he hablado con ellos. Sarah aceptará una oportunidad que le ha surgido en Estados Unidos,
y John y Mario están más que listos para retirarse.
—Vaya —digo asintiendo, aunque sospecho que ambos habrán recibido un pequeño pellizco por
sus servicios en La Mansión, independientemente del puesto que ocupasen—. ¿Y renovarán los socios
su suscripción con los nuevos propietarios?
Se echa a reír.
—Sí, si les gusta jugar al golf.
—¿Al golf?
—Van a transformar el terreno en un campo de golf de dieciocho agujeros.
—Vaya, ¿y qué hay de las instalaciones deportivas? —pregunto.
—Las conservarán. Será bastante impresionante. Se quedará todo más o menos como está,
excepto por las suites privadas, que pasarán a ser auténticas habitaciones de hotel, y la sala
comunitaria se transformará en una sala de conferencias.
Imagino que será algo extraordinario.
—Entonces ¿ya está?
—Sí, ya está. Ahora necesito que vayas a prepararte para el resto del día.
Hace ademán de incorporarse, pero lo empujo de nuevo contra la cama.
—Tengo que renovar mi marca —digo señalando su pectoral, donde mi círculo perfecto está a
punto de desaparecer. Entonces miro mi propio chupetón, que apenas se nota ya—. Y tú tienes que
renovar la mía.
—Lo haremos después, nena. —Me levanta y me pone de pie—. Ve a darte una ducha. —Me da
una palmada en el culo y me pone en marcha.
Me alejo sin protestar y con una estúpida sonrisa en la cara. Se acabó La Mansión, se acabó
Sarah. Ahora tendré a Pedro sólo para mí... y para los pequeños.
Después de pasarme un buen rato bajo el agradable agua caliente y de afeitarme por todas partes,
me seco el pelo con la toalla y busco en el armario algo que ponerme.
—Ya he seleccionado algo yo —dice por detrás de mí, y al volverme veo que lleva puestos un par
de shorts de baño anchos y sostiene un vestido de verano con encaje.
—Es un poco corto, ¿no? —observo mirando de arriba abajo la delicada prenda de finos tirantes y
falda vaporosa.
—Esta vez haré una excepción. —Se encoge de hombros, baja la cremallera y lo sostiene delante
de mis pies. Con esa frase, deduzco que no vamos a ningún lugar público. Se arrodilla delante de mí
para que entre en el vestido. Vuelve a ponerse de pie y se lleva la mano a la barbilla con aire pensativo
—. Preciosa —asiente con aprobación, me toma de la mano y me dirige hacia la puerta doble que da al
porche.
—Tengo que ponerme los zapatos.
—Vamos a remar —dice, y continúa avanzando.
Recorremos el porche y atravesamos el césped hasta que llegamos a la portezuela que da al mar.
—¿Podemos remar tumbados? —pregunto descaradamente, y él se detiene y me mira con ojos
divertidos.
—Me encanta el efecto que tiene en ti el embarazo, señora Alfonso.
Sé que arrugo el entrecejo.
—Siempre te he deseado de este modo —replico.
—Lo sé. Falta algo —dice, y se saca una cala de la espalda y me la coloca detrás de la oreja—.
Mucho mejor.
Levanto la mano y palpo la flor fresca sonriéndole algo perpleja, aunque demasiado contenta
como para hacerle ninguna pregunta. Me guiña un ojo, me besa en la mejilla y continúa, volviéndose
cada dos por tres cuando llegamos a las traviesas de madera para asegurarse de que las recorro con
cuidado.
—Cuidado con ese trozo de madera astillada —dice señalando un extremo dentado en uno de los
tablones.
—Deberías haber dejado que me pusiera unos zapatos —gruño. Me salto ese escalón y brinco
hasta el siguiente.
—¡Paula, no saltes! —resopla—. Vas a agitar a los pequeños.
—¡Ay, cállate ya! —Me río y bajo el resto de los escalones saltando hasta que mis pies se hunden
en la arena dorada y siento su calor—. ¡Vamos! —Empiezo a correr hacia la orilla, pero en cuanto
levanto la vista de mis pies para ver adónde voy, me quedo de piedra.
Todos me están mirando. Todos y cada uno de ellos. Mis ojos recorren la línea de personas y veo
a todos mis conocidos, incluida su familia. Suelto un grito ahogado con un poco de retraso y, al
volverme, veo que Pedro está detrás de mí, mirándome con una sonrisa.
—¿Qué hacen todos aquí? —pregunto.
—Han venido para ver cómo me caso contigo.
—Pero si ya estamos casados —le recuerdo—. Porque lo estamos, ¿no? —De repente considero
la posibilidad de que me anuncie que no estamos casados en realidad, que La Mansión no tenía
licencia.
—Sí, lo estamos. Pero mis padres no estaban presentes, y así es como debería haber sido en un
principio.
Me agarra de la mano y tira de mi cuerpo vacilante con suavidad hasta que empiezo a seguirlo
hasta la orilla, donde nuestras familias y nuestros amigos nos esperan, sonrientes y relajados. Se
apartan para dejarnos pasar. Los miro a todos ellos pero sólo veo caras alegres. Mi hermano es el que
más sonríe de todos. No puedo hacer nada más que encogerme de hombros y expresar mi sorpresa.
Ahora me doy cuenta de que los shorts de Pedro son blancos, y mi vestido también. ¿Vamos a casarnos
otra vez?
Me coloca sobre la arena húmeda, donde las suaves olas me acarician los pies, y donde nos recibe
un hombre vestido de manera tan desenfadada como yo, como Pedro y como todos nuestros invitados.
Le devuelvo el saludo mientras une nuestras manos en el escaso espacio que separa nuestros cuerpos.
Todo esto me ha pillado desprevenida, pero lo acepto y contesto a las preguntas que se me formulan
mientras miro los adictivos ojos de Pedro y sonrío con cada una de las palabras que le digo. Lo
reafirmo todo, renuevo mi promesa de amarlo, honrarlo y obedecerlo, y lo agarro del cuello para besar
suavemente sus exquisitos labios cuando he terminado. He puesto el piloto automático y me dedico a
hacer lo que se me pide, pero no porque no sepa qué otra cosa hacer, sino porque simplemente es lo
que tengo que hacer. A pesar de todo, me confío a este hombre. Él me guía, y yo lo sigo, porque sé que
éste es mi lugar.
Cuando es su turno de hablar, el concejal retrocede y Pedro se coloca delante de mí, me levanta
las manos, posa los labios sobre ellas y permanece así mucho tiempo.
—Te quiero —susurra acariciando con los pulgares el espacio que acaban de abandonar sus
labios—. Una eternidad contigo no bastaría, Paula. Desde el momento en que te vi en mi despacho,
sabía que mi vida iba a cambiar. Pienso dedicar cada segundo de mi existencia a adorarte, a venerarte
y a satisfacerte. Y pienso compensar todos esos años que mi vida estuvo vacía sin ti. Voy a llevarte al
paraíso, nena. —Se agacha, me agarra por debajo del culo y me levanta de manera que ahora es él
quien alza la vista para mirarme—. ¿Estás preparada?
—Sí. Llévame —le exijo, y hundo las manos en su pelo y le doy un pequeño tirón.
—Eres mía desde hace mucho tiempo, señora Alfonso. Pero ahora es cuando empieza todo de
verdad. —Me besa con fuerza—. Ya no tendrás que escarbar en mi interior. Sabes todo lo que había
que saber. Ya no habrá más confesiones porque ya no me queda nada por decirte.
—Pues yo creo que sí —susurro, y me acerco a su cuello para inhalar su magnífica fragancia a
agua fresca y mentolada.
—¿Ah, sí? —pregunta, llevándome en brazos hacia la trémula frescura del Mediterráneo.
—Sí. Dime que me quieres.
Se aparta y me mira con ojos brillantes. Sonrío al ver su boca perfecta y su glorioso pelo rubio
despeinado a causa de los tirones que le doy exigiendo una respuesta.
—Joder, te quiero muchísimo, nena.
Sonrío, dejo caer la cabeza hacia atrás y cierro los ojos mientras él empieza a hacer que giremos
en círculos. El sol me calienta la cara y su cuerpo pegado al mío me calienta todo lo demás.
—¡LO SÉ! —grito riéndome antes de sumergirnos en el agua con los labios pegados.
Me aferro a él como si mi vida dependiera de ello porque así es.
Así son las cosas. Así somos nosotros. Ésta será siempre nuestra normalidad, sin horribles
sorpresas ni más confesiones. Las dos cicatrices que luce en su estómago demencialmente perfecto
serán un recuerdo constante de nuestra andadura juntos, pero el implacable brillo de felicidad de sus
magníficos ojos verdes es un recuerdo constante de que mi hombre sigue conmigo.
Y siempre seguirá estándolo.

LEAN EL EPILOGO! ♥♥♥